Voto de Suprema Corte de Justicia, Pleno

JuezMinistro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena
Número de registro43254
Fecha14 Junio 2019
Fecha de publicación14 Junio 2019
Número de resolución6/2018
LocalizadorGaceta del Semanario Judicial de la Federación. Libro 67, Junio de 2019, Tomo I, 536
EmisorPleno

Voto concurrente que formula el Ministro A.G.O.M. en la acción de inconstitucionalidad 6/2018 y sus acumuladas 8/2018, 9/2018, 10/2018 y 11/2018.


El quince de noviembre de dos mil dieciocho, el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió la acción de inconstitucionalidad señalada al rubro. El Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Partido Político Movimiento Ciudadano, así como diversos diputados y senadores integrantes de la Sexagésima Tercera Legislatura del Congreso de la Unión, promovieron acciones de inconstitucionalidad a fin de impugnar el Decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el veintiuno de diciembre de dos mil diecisiete, por el que se expidió la Ley de Seguridad Interior y, en particular, sus artículos 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33 y 34; así como segundo, tercer, cuarto y quinto transitorios.

Los actores plantearon varios argumentos específicos sobre la invalidez de las normas reclamadas. Sin embargo, a mi parecer, la pregunta esencial de este asunto requería determinar si el Congreso de la Unión se excedió en sus facultades y/o violó el Texto Constitucional –en particular, sus artículos 21, 29, 89, fracción VI, 119 y 129– al expedir un ordenamiento que facultaba a la Fuerzas Armadas para intervenir de manera regular en tareas relacionadas con la seguridad interior.

El Pleno declaró la invalidez total de la Ley de Seguridad Interior. En esencia, consideró: (1) que el Congreso de la Unión había violado los límites de su competencia material para legislar en la materia; y, (2) que la ley impugnada constituía, en su integridad, un fraude a la Constitución, pues permitía la participación regular de las fuerzas armadas en la función de garantizar la seguridad pública, contrario a lo ordenado por el artículo 21 constitucional.

Comparto la conclusión y, en parte, las consideraciones reflejadas en la sentencia. Sin embargo, emito este voto con el propósito de explicar mi perspectiva sobre el problema planteado y argumentar las razones que me llevaron a la convicción de que el ordenamiento resultaba inválido en su integridad. En esta ocasión, reitero en buena medida la posición que en su momento expresé en la sesión de Pleno de aquel día:

En primer lugar, consideré que, desde un plano meramente formal, el Congreso de la Unión sí contaba con competencia para regular la materia de "seguridad interior" como una vertiente de la seguridad nacional. Sin embargo, a mi juicio, otras limitaciones de índole sustantivo nos permitían juzgar la validez constitucional de las normas reclamadas.


La "seguridad interior" debe clasificarse como una especie del género de la "seguridad nacional". Si el artículo 73, fracción XXIX-M, constitucional establece que el Congreso de la Unión tiene competencia para emitir leyes en materia de seguridad nacional, debe entenderse habilitado para reglamentar y delimitar las reglas de la seguridad interior. No considero contrario a esta conclusión que el artículo 89, fracción VI, de la Constitución Federal precise que es facultad del Ejecutivo disponer de las fuerzas armadas para la seguridad interior, pues esta facultad no debe entenderse como excluyente de la participación de los otros poderes.


El legislador puede delimitar y restringir el uso de las fuerzas armadas para garantizar la seguridad jurídica, así como la excepcionalidad de su utilización. Igualmente, el Poder Judicial puede controlar la regularidad del ejercicio de dicha facultad. El concurso de los poderes en la seguridad interior es garantía de los derechos de las personas.

Respecto a la segunda interrogante, relativa a la exigibilidad del derecho de consulta previa, concluí que el legislador incumplió las obligaciones que derivan de su contenido.

En varios precedentes, el Tribunal Pleno ha determinado que el derecho a la consulta previa de las comunidades indígenas tiene fundamento en el artículo 2o. de la Constitución Federal y en los artículos 6 y 7 del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y T.. Al resolver la controversia constitucional 32/2012 y las acciones de inconstitucionalidad 31/2014 y 83/2015, el Pleno concluyó que el legislador está obligado a respetar dicho derecho cuando adopte "medidas susceptibles de afectar sus derechos e intereses".


En mi opinión, por condiciones de rezago y descuido histórico, las comunidades y pueblos indígenas no han disfrutado de un acceso pleno a las instituciones civiles. Por ello, en diversas ocasiones de nuestra historia constitucional, las fuerzas armadas han desplegado sus funciones en zonas donde las comunidades se encuentran asentadas. En general, una de las condiciones de rezago histórico es la ausencia de control por parte de las instituciones civiles respecto a servicios relacionados con la seguridad pública.


Este reconocimiento fue recogido por la Constitución y, por ello, los artículos 1o. y 2o. reconocen derechos diferenciados a estos grupos. Su contenido se basa en la necesidad de tutelar a estos grupos de las carencias institucionales a las cuales se han enfrentado históricamente, entre ellas, una falta de acceso pleno a los servicios de las autoridades civiles en materia de seguridad pública. Ilustrativo de este propósito es lo establecido por el artículo 2o., apartado A, fracción VIII, constitucional, al contemplar el derecho de estos grupos de "[a]cceder plenamente a la jurisdicción del Estado."


Igualmente ilustrativo es el primer párrafo del apartado B del artículo 2o. constitucional, que dispone que "La Federación, las entidades federativas y los Municipios, para promover la igualdad de oportunidades de los indígenas y eliminar cualquier práctica discriminatoria, establecerán las instituciones y determinarán las políticas necesarias para garantizar la vigencia de los derechos de los indígenas y el desarrollo integral de sus pueblos y comunidades, las cuales deberán ser diseñadas y operadas conjuntamente con ellos."


En consecuencia, si con la Ley de Seguridad Interior, el Congreso buscó habilitar a las fuerzas armadas para auxiliar a las autoridades civiles cuando sus capacidades se vieran superadas, comprometidas o fuera posible constatar la ausencia de coordinación para atender amenazas a la seguridad interior, entonces, debe concluirse que parte de su impacto estaba destinado a realizarse en territorios habitados por comunidades indígenas. Son éstas las que han enfrentado condiciones que superan las capacidades de las autoridades civiles.


Concluir que la consulta previa no era exigible suponía que los pueblos y comunidades indígenas no se encuentran más en la situación de rezago histórico reconocido por los artículos 1o. y 2o. constitucional. Por estas razones, consideré que el legislador estaba constitucionalmente obligado a llevar a cabo una consulta previa a los pueblos y comunidades indígenas.


Sin embargo, mi preocupación medular sobre la regularidad de la ley impugnada atendió a lo siguiente: a mi juicio, el ordenamiento reclamado colisiona con otras normas de rango constitucional; en particular, con el artículo 21 de la Constitución. Al pretender regular una vertiente de la seguridad nacional, el Congreso de la Unión en realidad reglamentó aspectos propios de la seguridad pública.


Cuando el décimo párrafo del artículo 21 constitucional señala que “Las instituciones de seguridad pública serán de carácter civil, disciplinado y profesional ...”, reconoce una auténtica garantía orgánica.


Esta protección reforzada –reconocida en favor de la persona– responde a la idea de que los procesos de nombramiento, entrenamiento y rendición de cuentas de las corporaciones civiles encargadas de la seguridad pública, deben quedar sujetos a aquellos principios que son connaturales a un estado democrático de derecho. Me refiero a la proporcionalidad y la racionalidad en el uso de la fuerza, así como al respeto a los derechos humanos; concretamente, a los más susceptibles de vulneración en escenarios que admiten participación de las fuerzas armadas: la libertad de movimiento, el uso pacífico de los bienes, la privacidad y la integridad física.


La garantía orgánica del artículo 21 constitucional no es aspiracional ni programática. Es vinculante y oponible en sede jurisdiccional. Es parámetro de control de regularidad constitucional de los actos de todas las autoridades.


A ésta se suma el principio protegido por el artículo 129 constitucional: en condiciones de paz y normalidad, las fuerzas armadas deben permanecer en sus cuarteles y realizar sólo aquello que atañe a la estricta disciplina militar.


En cuanto a las facultades previstas en los artículos 89, fracción VI y 119 constitucionales, concluí lo siguiente: sólo cuando la seguridad interior se vea seriamente comprometida, con causales correctamente definidas, es posible activar el mecanismo de auxilio entre autoridades militares y civiles, pero estas últimas deben siempre conservar el mando.


En mi opinión, esa garantía orgánica es un mandato constitucional, pero también convencional. Aunque la Corte Interamericana no ha prohibido de manera tajante el uso de las fuerzas militares para atender problemas de seguridad ciudadana, tal permisión tácita no debe ser leída como una habilitación. Por el contrario, su característica más distintiva es que resulta de ultima ratio.


V., por ejemplo, lo fallado en el C.M.A. Vs. Venezuela, en el cual la Corte Interamericana señaló que "el uso de la fuerza por parte de los cuerpos de seguridad estatal debe estar definido por la excepcionalidad, y debe ser planeado y limitado proporcionalmente por las autoridades", y que "su uso excepcional debe estar formulado por la ley y ser interpretado restrictivamente".(1)


En esa lógica –y a la luz del Texto Constitucional vigente al momento en que analizamos esta acción de inconstitucionalidad– entendí que la única vía que permite a las fuerzas armadas disponer del mando en cuestiones de seguridad interior es el procedimiento de suspensión de garantías del artículo 29 constitucional, pues la garantía orgánica del artículo 21 no puede suspenderse por vía ordinaria.


En consecuencia, a mi juicio, existe una prohibición de normalizar la participación de las Fuerzas Armadas en cuestiones de seguridad ciudadana.


Ahora, cuando una legislación limita un derecho humano –en este caso, la garantía orgánica contenida el décimo párrafo del artículo 21, acompañada por el contenido del artículo 129– la exigencia para el creador de la norma es que defina los conceptos de un modo estrictamente acotado al fin que persigue, y éste, además, debe tener una importancia superlativa.


Tal nivel de escrutinio coincide con los estándares internacionales aplicables en la materia. De acuerdo con ellos, los derechos humanos que están en juego demandan la más rigurosa de las técnicas legislativas. Por mayoría de razón, las facultades de las fuerzas armadas tendrían que estar delimitadas con una nitidez proporcional a la excepcionalidad que, en todo caso, justificaría su actuar.


A mi juicio, la Ley de Seguridad Interior carecía de esas pautas. Sus disposiciones se encontraban en dependencia lógica interna y, por tanto, los defectos de una norma potencializaban los de la otra.


Desde esa lógica, advierto que buena parte de las definiciones establecidas por la Ley de Seguridad Interior admitían un número significativo de preguntas sobre los límites de su aplicabilidad.


Por ejemplo, la Ley de Seguridad interior definía "acciones de seguridad interior" como "aquellas que realizan las autoridades federales, incluyendo las Fuerzas Armadas, por sí o en coordinación con los demás órdenes de gobierno, orientadas a identificar, prevenir, atender, reducir y contener riesgos y amenazas a la seguridad interior".


Sin embargo, esta definición admite al menos los siguientes cuestionamientos: ¿qué clase de acciones específicas que suponen el uso de la fuerza pública pueden realizar los miembros del Ejército?, ¿están facultados los militares para ejecutar arrestos, detenciones, intervenciones, cateos, entrevistas?, ¿pueden los militares llevar a cabo controles provisionales preventivos?, ¿pueden los militares vigilar/seguir/localizar a una persona con motivo de una indagatoria penal de la que tienen conocimiento?, ¿podrían los militares participar sólo en labores de inteligencia relacionadas con el delito de delincuencia organizada, por ser ésta una de las amenazas mencionadas en la Ley de Seguridad Nacional?; ¿los militares tendrán acceso a información personal de quienes pudiesen estar involucrados con una investigación, es decir, a testigos, víctimas? y ¿los militares tendrán acceso a las carpetas de investigación correspondientes?


Otro ejemplo problemático surgía con la definición del concepto de "amenazas a la seguridad interior". Para explicar esta noción, el artículo 4 de la ley impugnada remitía en parte al artículo 5 de la Ley de Seguridad Nacional, que a su vez establecía causales susceptibles de ser interpretadas con amplitud. Por ejemplo, la fracción III de ese artículo 5 consideraba una amenaza de seguridad nacional a los "actos que impidan a las autoridades actuar contra la delincuencia organizada".


La redacción de ese supuesto normativo no dejaba claro exactamente qué tipo de información debían poseer las Legislaturas Estatales (y el Ejecutivo Local cuando aquellas están en receso) para considerar que se estaba ante un estado de cosas que impedía combatir a la delincuencia organizada.


El artículo 11 de la ley tampoco arrojaba claridad en este punto al sólo señalar que la declaratoria de protección podía activarse cuando alguna amenaza comprometiera o superara las capacidades efectivas de las autoridades competentes para atenderla.


¿Qué define ese impedimento o tal “superación de capacidades”?, ¿bastaría con la mera percepción en el aumento de la inseguridad?, ¿qué instrumentos de medición pueden servir para concluir, objetivamente, que ese incremento solo puede resolverse con el auxilio de las Fuerzas Armadas?, ¿hay acciones menos invasivas que podrían ser igualmente efectivas para combatirla? La ley no contempla un mecanismo dirigido a verificar su correcto agotamiento.


A mi entender, el legislador no puede renunciar a clarificar normativamente conceptos que constitucionalmente son de configuración legislativa excepcional. En esta materia no cabe la consideración de que la indeterminación se resolverá en el terreno de la aplicación.


De este modo, a mi juicio, la lógica general de la ley impugnada diluía la excepcionalidad que deriva del mandato consagrado por el artículo 21 constitucional. Y, consecuentemente, transgredía la obligación internacional de prevenir, a través de medidas legislativas claras, fenómenos con el potencial de generar serias violaciones a los derechos humanos.


Ante este panorama de incertidumbre y tras aplicar el escrutinio estricto que –a mi modo de ver– exige la garantía orgánica a la que me he referido, concluí que el ordenamiento impugnado debía ser invalidado en su integridad por violar la consulta indígena y desatender la garantía orgánica contenida en el artículo 21 constitucional.


En conclusión, consideré que si la Corte decidía declarar la invalidez total de la ley y el legislador optaba por regular nuevamente la materia, su obligación era atender, de manera estricta, los lineamientos constitucionales y convencionales aplicables.


Nota: El presente voto también aparece publicado en el Diario Oficial de la Federación de 30 de mayo de 2019.








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1. Ver párrafos 67 y 68, C.M.A. y otros (Retén de Catia) Vs. Venezuela Sentencia de 5 de julio de 2006 (Excepción preliminar, fondo, reparaciones y costas).

Este voto se publicó el viernes 14 de junio de 2019 a las 10:20 horas en el Semanario Judicial de la Federación.

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